Encuentro en Tenerife 2003 – Comentarios de Agustín Guimera

Tenerife 2003. Reunión anual de la Asociación J. W. Fulbright (15-20 Abril 2003)

“Recorriendo las diferentes zonas de la vegetación de Tenerife, vemos que la isla entera puede ser considerada como una selva de laureles, madroños y pinos, de la que los hombres han apenas desmontado el linde, y en medio de la cual está contenido un terreno pelado y rocalloso tan impropio para el cultivo…» (Humboldt, 1799)

¡”JAPANESES”…..! ¡POR AQUÍ!

Para sortear con alegría los escollos de la vuelta al trabajo madrileño, mi mente viaja hoy a las islas de los confines, donde un grupo entusiasta de la Fulbright ha explorado el Tenerife secreto durante cinco días.

Aquel maratón cultural y gastronómico comenzó el martes 15 en el aeropuerto de los Rodeos, un pedazo de Santander en el Atlántico por culpa de este invierno extremadamente húmedo. Alojados en el “Edén Parque Vacacional”, con resonancias de tercera edad, pudimos disfrutar de su jardín, un oasis hermoso y tranquilo en medio del bullicio del Puerto de la Cruz. A las cinco de la tarde nos esperaba Juan José en su “guagua” de combate –obsequio del Cabildo de Tenerife- para llevarnos hasta Icod, siguiendo una ruta de acantilados, palmerales y plataneras. El Parque del Drago constituyó una sorpresa para todos. Allí nos interesamos por la salud de aquel gigante legendario, guiados por Juan Manuel. Los cuatro niños de la expedición (Irene, Oscar, David y Jorge) -¡y los menos niños también!- pudieron escudriñar el interior de aquel monstruo repleto de máquinas, mientras el grupo se adentraba en el jardín para conocer los distintos ecosistemas isleños. Ya Eduardo , el “hombre escoba” y “Pagador Mayor del Reino”, nos empujaba hacia la plaza y el restaurante “Carmen” donde el ayuntamiento icodense nos agasajaba con una merendola sorpresa, donde degustamos vinos y manjares canarios, acompañados por Jesús Royo, el Concejal de Cultura.

El miércoles 16 emprendimos la subida a Las Cañadas del Teide en una mañana de sol espléndido. El fantasma de Humboldt, “mi cuñado”, nos alentaba con sus impresiones sobre la ruta clásica de ascensión al Pico. En medio de las nieblas matinales, la piscifactoría de Aguamansa nos permitió contemplar a unas truchas navegando en un agua turbia, originada por la grava de los “barrenos” en las galerías de agua. Fue una buena oportunidad para conocer el sistema de heredamientos de aguas en Canarias, muy diferente al de otras partes de España. Dejando atrás los castaños y el fayal-brezal nos sumergimos en el dominio del pino canario. Tras superar el bosque alcanzamos el circo de Las Cañadas . Ya las caras de nuestros esforzados visitantes se asemejaban a máscaras del teatro kabuki (¡!), embadurnadas con crema de protección 50. Christiane parecía una alpinista del Himalaya con su forro polar de rojo intenso, gafas oscuras y botas lustrosas de senderismo.

Nuestros amigos del Observatorio Astrofísico nos recibieron con café, pasteles y “cruasanes” rellenos, que fueron devorados diligentemente por el personal mientras el subdirector Carlos Martínez Roger, un excelente comunicador, ponderaba las maravillas del Instituto y su buque insignia, el Gran Telescopio de Canarias. El paisaje desde la cumbre de Izaña quitaba el aliento a cualquiera. Nos parecía mentira que allá abajo, en la costa noroeste de Tenerife, el tiempo fuese tan variable aquella semana. Tras observar el sol en un monitor y visitar un telescopio de rayo láser, de la mano de Alex, nos despedimos con pena de nuestros anfitriones. Nosotros, “pardillos de las estrellas”, hubiéramos pagado por quedarnos un tiempo en aquel universo de la ciencia.

Sonia y Luis, guías del Parque Nacional del Teide, nos esperaban en el cruce de carreteras. Las plantas de las Cañadas iniciaban tímidamente su floración y el demonio Guayota –amigo de Óscar- se reía de nosotros en la oscuridad del Centro de Visitantes del Portillo. Ya había dado comienzo el concurso internacional de fotografía viajera entre Mariano y Emilio a ver quien atrapaba más detalles de aquel Jardín Botánico de retamas y tajinastes. Nuestro compañero catalán salía con ventaja, merced a su cámara digital.

Hicimos una pausa para reponer nuestras fuerzas en el Parador de las Cañadas: conejo en salmorejo, papas arrugadas, mojo, vino y queso del país… ¡viva la cabra canaria! Un paseo a continuación por los Roques de García era una forma de aligerar la digestión de aquellos productos altamente calóricos. Como todo “guiri” que se precie nos sacamos la foto frente al Roque Cinchado, el de los antiguos billetes de mil pesetas. Los guías ya nos empujan al autobús pues nos espera el tubo volcánico de Sámara, una maravilla geológica recientemente descubierta. La isla de La Palma, con su capa gris, nos saluda en un horizonte de nubes que nos impide ver El Hierro y La Gomera.

En la bajada al Puerto la presión, el sol de las alturas y las emociones volcánicas dejaron al grupo en un estado catatónico. ¡Si les hubiese leído un texto más de mi cuñado Humboldt me hubieran tirado a un estanque!

El jueves 17 la expedición desembarcó en la Villa de La Orotava bajo una llovizna pertinaz. Nos acompañaba María Marrero, del Área de Turismo y Paisaje del Cabildo, una chicarrona dicharachera y encantadora. La Casa de los Balcones y aledaños fue escenario de la desbandada Fulbright, a la busca y captura de algún recuerdo turístico. Tras dejar atrás balconadas e iglesias de piedra nos recibieron en la casa Zárate-Cólogan: un mundo privado de salones y muebles antiguos, decorado con elegancia. Antonia, nuestra magnífica anfitriona, nos indicaba la habitación donde su suegra había dado a luz a sus once hijos y Melchor, el coronel retirado, nos narraba su lucha con el ayuntamiento orotavense para que no destruyera el espléndido jardín de flores, dragos y araucarias.

Pero teníamos que seguir nuestro camino. Los viñedos de San José, en El Sauzal, nos aguardaban. La comitiva disfrutó con los nísperos y las pitangas en la finca de los Guimerá, donde se levantan una casona, ermita, granero, lagar y bodega.

En la Casa del Vino, un joya de la arquitectura rural del siglo XVII, Jose Alfonso, su director, nos obsequió con una desgustación de vinos de Tenerife. Los visitantes se arremolinaron en la tienda –una ermita de artesonado mudéjar portugués- para comprar caldos de nombre sonoro: Viña Norte, las Cuevas del Rey, Cráter, Humboldt, Bodegas Presas de Ocampo, etc. El hambre ya apretaba y la guagua nos condujo al restaurante “El Drago”, en Tegueste. El banquete resultante constituyó un gran sorpresa para todos: un puchero canario repleto de verduras, legumbres y carnes; y una selección increíble de postres.

Salimos virtualmente rodando hacia La Laguna. La tez de Wiltrud, como sacada de un cuadro prerrafaelita, se había transformado en una manzana sonrosada, y los ojos de Rosalía parecían no dar crédito a tantos manjares espléndidos. La ceja irónica de Javier había perdido reflejos ante tales sorpresas culinarias. La sonrisa de Juan Antonio ya se asemejaba a la de un oso peluche y a su mujer ya se la había puesto el cuerpo de sevillanas. Guglielmo, nuestro aliado en estos viajes de estudios, no dejaba de admitir su suerte al seguirnos una vez más en nuestros viajes, esta vez a las Islas Afortunadas.

La Laguna era un jolgorio en pleno Jueves Santo. D. Alonso de Nava y Grimón nos miraba seriamente en el salón de la Económica, mientras el cachondeo de Isabel y Maite llegaba a su paroxismo ante la pinta del ilustre marqués, que con moña y chal parecía un personaje de cualquier novela galdosiana. “¡Dios mío, Eduardo! Leandro, el director de la sociedad, nos invita a una merienda!”. “No te preocupes, Agustín, que para eso tenemos a las fieras”. En efecto, Irene y los otros niños nos sacaron del apuro limpiando las mesas de papas fritas, cacahuetes y sandwiches. Hasta algún adulto se animó. ¡Todo es cuestión de empezar, chaaaacho!”

Los monumentos de plata en las iglesias laguneras brillaban tanto que algún osado los confundió con objetos forrados de “papel Albal”. Los “capuchinos” o nazarenos se preparaban para la procesión y el barullo inundaba los templos. Era todo muy distinto a mis recuerdos de infancia, con unos altares rodeados de penumbra, donde la plata americana brillaba a la luz de los candelabros, y los murmullos de las oraciones recorrían las naves. La espiritualidad preconciliar tenía su magia.

El viernes 18 representó otro reto deportista. La mañana era lluviosa en el Puerto de la Cruz y no sabíamos lo que nos esperaba en el macizo de Anaga. Al llegar al Cristo de La Laguna, tres colaboradores se unieron al grupo: Charo y Malule –mis hermanas- y su amigo Walter.

En la subida a la Cruz del Carmen un servidor, que había amanecido con la fibra poética, les narró la historia de los guanches, los antiguos habitantes de Tenerife, recitando algunos fragmentos de la “Cantata del Mencey Loco”, de Los Sabandeños, una herencia literaria de la Conquista del siglo XV. Tras recoger a Cristóbal, el director del Parque Rural de Anaga, recorrimos aquellas montañas a ciegas, inmersos en la niebla de la mañana, mientras Charo nos hablaba de laurisilva, escolares y demás fauna del Parque. Cuando arribamos al corazón de Anaga el hambre nos torturaba: “¡Agustín! –exclamaba nuestro presidente- ¡Que ya han pasado dos horas desde el desayuno! ¿No habrá un café por aquí?” De pronto, como una bruja del Bailadero la furgoneta de Ignacio del Castillo irrumpió en el claro, portando nuestra salvación. Las puertas del vehículo se abrieron, una mesa se desplegó y , como por arte de magia, empezaron a salir quesos frescos, pan recién hecho y un garrafón de vino de Almáciga. La tribu Fulbright se abalanzó como posesa. Cristóbal contribuyó a la fiesta con roscos laguneros y todo el mundo recobró el ánimo. De pronto las madres observaron la desaparición de sus niños y con mirada de gallina clueca interrogaban al jefe de la expedición. “Tranquilas, chicas –afirma Agustín-, están en buenas manos. Walter se los ha llevado de paseo por el bosque.”

Tras el ágape emprendimos la marcha por un sendero umbroso y húmedo de laurisilva. Jose Manuel no cesaba de preguntar al guía sobre esto y aquello y la subida por aquella escalinata de barro iba dejando sus víctimas: Rosario Ruiz, nuestra granadina esforzada, ya tiraba la toalla y se detenía a media ascensión. Pilar Candeira, vallisoletana de pro, se asombraba de la humedad ambiental y solicitaba un chubasquero a los organizadores. Los zapatos de Guglielmo, pensados para las tiendas de Il Corso, no daban más de sí en esta selva subtropical. Pero el sacrificio mereció la pena. Al llegar a la cumbre de Chinobre, Ignacio Tormo tiró de la cortina y el paisaje boscoso de Anaga se desplegó a nuestros pies. Gil se entusiasmaba con la violeta de Anaga, una planta endémica, y Emilio disparaba fotos sin cesar al borde del precipicio.

El almuerzo en el restaurante “Xiomara” representó un buen premio: buen vino de Taganana, potaje canario, cherne, papas arrugadas, mojo, queso y gofio. Ya Mariano se regocijaba con la perspectiva de mojar pan en la salsa y algun valiente se animó a añadir gofio a la crema de verduras. Confortados con una copa de mistela, obsequio de Ignacio del Castillo, se organizó una tertulia sobre Anaga y su futuro. Pero no podíamos demorarnos mucho. Ya nos esperaba el tríptico flamenco de Marcelus Coffermans (Amberes, 1575) en la iglesia de las Nieves, otra sorpresa de esta isla atlántica. Nuestro anfitrión Beneharo nos condujo a la casa del cura, la mejor situada del pueblo, enmarcada por dos espléndidos dragos : «¡qué bien vivían los curas, Baldomero!”.

Un paseo por la playa del Roque de las Bodegas, retando al oleaje para obtener buenas fotos de la costa y los Roques de Anaga, acabó en casa de Rosario, la mujer de Beneharo, saboreando un buen café. La vuelta por la carretera dorsal hacia La Laguna fue acompañada por un tiempo despejado, que permitió observar aquellos caminos suicidas, colgados como nidos de águilas en las pendientes: “¡Ay, Eva, prefería la niebla de esta mañana! ¡Al menos no me daba cuenta del riesgo!”. De pronto se escuchó el trino de una paloma rabiche en la guagua. Es Oscar, el copiloto, que quería participar en la juerga general. Ya las hermanas Guimerá entonaban cantos canarios en el gallinero cuando se adivinaban las torres de La Laguna. La expedición llega finalmente con aspecto “planchado” al hotel. Pero la fiesta continuó.

El sabado 19 nos recibió con un sol espléndido, como si la isla quisiera despedirse con un regalo. El grupo Fulbright se adentró en el Hotel Mencey para iniciar una visita por Santa Cruz, que lucía sus mejores galas con parterres de flores, laureles de Indias y jacarandas de explosivos colores. Tras tomar el consabido “barraquito” –café con leche condensada- en la Plaza Weyler, un servidor siguió con sus batallitas de la guerra de Cuba o el ataque de Nelson a la ciudad en 1797. En la sala de las momias del Museo de la Naturaleza y el Hombre nuestro presidente se rindió, afirmando que su “disco duro está lleno” y que convenía tomar las de Villadiego.

La guagua nos dejó en San Andrés, donde los más osados tomaron por asalto la playa, acompañados de los chavales, mientras que los más “urbanitas” dsifrutaron de una estupenda comida en “El Túnel”. Tras realizar ataques corsarios en pateras con pedales y formar torres humanas, el grupo de las Teresitas se había camuflado con la masa de “guiris” tradicional. Christiane estaba arrebolada como un tomate por el sol y las madres no dejaban de parlotear en las hamacas, mientras algún padre miraba a hurtadillas a las esculturas vivientes de la playa… ¡Chaaaacho, chaaacho!…. Yo me eché un sueñito a la sombra de un árbol, mientras las hamburguesas y bocatas de calamares hacían las delicias de niños y mayores. La tez blancuzca de los expedicionarios había dejado paso a un cierto tono veraniego. Tras realizar las consabidas compras en la ciudad fuimos recibidos en el Casino de Tenerife, donde realizamos la clausura oficial de nuestra reunión en el Salón de Fiestas, ante la mirada atenta de los campesinos y pescadoras inmortalizadas por Néstor de la Torrre. Pero la visita no terminaba ahí. Nuestra hada madrina, María, nos había conseguido entradas para el Casino Taoro, en el Puerto de la Cruz, donde agotamos nuestras últimas energías bailando y husmeando las mesas de juego hasta la madrugada. María Angeles se marcó una rumba con Gonzalo. Emilio lució su sentido del humor con aquella mulata del grupo brasileño y Myriam y Agustín pudieron finalmente bailar una sevillana.

La exploración de una isla en los confines ha representado un acopio de conocimiento, belleza y amistad que nos acompañará siempre.

Agustín Guimerá

Agradecimientos

La organización de este viaje ha contado con innumerables apoyos. El Cabildo de Tenerife, y su presidente Ricardo Melchior, a través de su gabinete de presidencia –Juan Tienza, Manuel Martínez-Fresno y Marián Martín-, nos ha brindado el transporte en “guagua” durante toda la estancia, así como la maravillosa compañía de María Marrero, de la Consejería de Turismo y Paisaje, junto a obsequios de libros y recuerdos de la isla. Asimismo nos ha facilitado la visita al Parque del Drago de Icod y al Museo de la Naturaleza y el Hombre, a través de Fidencia Iglesias, presidenta del Organismo Autónomo de Museos del Cabildo, con la ayuda del biólogo Lázaro Sánchez Pinto y Raquel Reyes. El Ayuntamiento de Icod, representado por su Alcalde Juan José Dorta Álvarez y el Consejal Jose Miguel Martín Fernández-González, fueron nuestros anfitriones en nuestra descubierta de aquella localidad vitivinícola.

El personal del Observatorio Astrofísico de Canarias nos organizó una visita a sus instalaciones en Izaña: el subdirector Carlos Martínez Roger y el jefe de gabinete de dirección, Luis Martínez Sáez. Alli repusimos nuestras fuerzas con un pantagruélico desayuno en el techo de la isla. El Parque Nacional de Las Cañadas del Teide nos fue mostrado por guías estupendos, gracias a la buena acogida de su director Miguel Durbán y de Juan Carlos Hernández.

Melchor Zárate y Cólogan, en compañía de su esposa Antonia Lugo, nos mostró su antigua casa y jardín familiar, lo que constituyó una gran sorpresa para los componentes del grupo Fulbright. La Casa del Vino, en El Sauzal, perteneciente al Cabildo de Tenerife, nos abrió sus puertas, donde pudimos catar vinos isleños, debido a la hospitalidad de su director Jose Alfonso González. La Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife nos enseñó su sede, sita en la histórica ciudad de La Laguna, además de ofrecernos una merienda inesperada y excelente (Esto va pareciendo más un viaje gastronómico que otra cosa).

El director del Parque Rural de Anaga, Cristóbal Rodríguez Piñero, nos introdujo en los secretos de aquel rincón isleño único e Ignacio del Castillo nos convidó a un buen queso y vino de la zona en medio de la laurisilva, descubriéndonos también un buen restaurante típico. En aquellas montañas bravías pudimos comprobar una vez más la habilidad de nuestro chófer Juan José.

Finalmente, en el Casino de Tenerife su presidente Domingo Febles Padrón y su secretario Antonio Salgado Pérez, nos enseñaron el patrimonio artístico-histórico de esta centenaria entidad, en donde realizamos una tertulia de despedida.

Para todos ellos vaya nuestra más profunda gratitud. Gracias a su hospitalidad, el recuerdo de nuestra visita a Tenerife será imborrable.